Sucedió en el agua (cap. 3)

03.12.2018

Capítulo 3

La gran Casona

Todos los veranos íbamos a la casa de mi abuela. Tengo recuerdos desde que tenía unos seis años. Siempre en febrero, siempre al mismo lugar. Y nos encantaba, porque era el momento de reencontrarnos con nuestros primos, contarnos lo que habíamos hecho durante todo el año anterior, nuestras vivencias en la escuela, nuestras notas (donde debo decir, muy a mi pesar, las mías siempre eran las más bajas), las tonteras que habíamos hecho, etc.

Tuve una infancia feliz. A veces se me olvida que fue así, porque no pienso mucho esa época de mi vida. Cada vez que lo hago termino recordando aquel episodio en el verano del 87.

Cada verano, nuestra travesía comenzaba con un viaje en tren, con destino a Chillán. Como éramos chicos y mis padres no tenían mucho dinero, siempre compraban sólo sus pasajes, y con Tomás, mi hermano gemelo, a quien tú no conociste, nos escondíamos bajo sus piernas, cubiertos por una manta, cada vez que el inspector pasaba revisando los pasajes. En aquel entonces los trenes no eran como ahora que estamos en el 2018. Incluso creo que eran más entretenidos antes. Cuando los asientos eran un poco más blandos e incluso los podías mover hacia adelante o atrás, de manera que, si por ejemplo viajaban cuatro personas de una familia, los movías para que quedaran los asientos mirándose de frente. También pasaba un vendedor con una canasta en la mano que gritaba "Malta, Bilz y Pilsen". Se paseaba como cada una hora y con Tomás tratábamos de imitarlo en su tan particular grito.

Otra cosa entretenida del viaje en tren era la parada en la estación de Curicó. El tren se detenía unos diez minutos, así que bajábamos las ventanas y comprábamos tortitas curicanas que eran espectaculares, con un manjar increíble. Venían en paquetitos de seis, y mi mamá compraba diez paquetes porque nosotros nos comíamos como cinco durante el viaje, así quedaban para poder darles a mis primos. Pero cuando llegábamos a la casa de mi abuela, descubríamos que todos habían comprado tortitas (Todos hacían el mismo viaje, salvo la familia de mi primo Erick que venían de Puerto Montt), así que al final, comíamos hasta reventar. Los tíos de Erick viajaban en bus y siempre traían de regalo salmón ahumado. Lo devorábamos.

Una vez que llegábamos a la casa de mi abuela, nos comenzábamos a distribuir las habitaciones. Con mi hermano siempre luchábamos por quedarnos en la que estaba cruzando el patio interior, junto al comedor, pero nunca ganábamos, y terminábamos durmiendo en la pieza que tenía mi abuela con cinco camas. Era la habitación más grande que he visto. Sería genial que aún fabricaran así las casas, y no esas cajitas de fósforos que hoy en día construyen las inmobiliarias.

La casa de mi abuela era enorme, tenía una habitación central, esa era de ella, que se ubicaba delante de toda la infraestructura. A su lado cruzando un pasillo, estaba un comedor donde cabía una mesa para veinte personas. Y me da tiritones el recordar que al fondo en una muralla tenía colgado un cuadro de "El niño que llora". Me acuerdo de que a veces jugaba a entrar en el comedor y ver cuanto aguantaba mirando al niño del cuadro, directamente a los ojos (Treinta segundos creo que fue lo máximo que duré, antes de salir aterrado).

Si avanzabas por el pasillo te encontrabas con un patio interior genial, lleno de rosas, claveles, girasoles y otras flores que ya no recuerdo. Mi abuela cortaba de esas flores para llevarle a su padre en el cementerio (Si bien vivió casi cien años, yo no lo conocí. Lamentablemente, había muerto un año antes de que yo naciera).

Pasando el patio interior llegabas hasta otro comedor, que era el oficial, porque el otro gigante se usaba exclusivamente para ocasiones especiales. Este otro comedor un poco más pequeño (tan sólo un poco), tenía una mesa redonda donde cabían unas cinco personas y junto a una de las paredes estaba el mesón donde mi abuela amasaba el pan, y nos hacía los "chocosos" que eran unos pancitos tipo baguette pero más chicos. Nos encantaban, sobre todo comerlos con huevo revuelto en el desayuno.

Siguiendo hasta el final de la casona, había una especie de bodega, por un lado, donde se guardaban las herramientas como palas, chuzos, picotas, etc. Al otro lado cruzabas una puerta y antes de llegar al patio había un pozo de agua de vertiente. Mi abuela no tenía agua de llave, así que toda el agua que ocupábamos salía de ese pozo. La sacábamos tirando un balde con una cadena, y luego cuando el balde se llenaba, lo subías. Fíjate que ahora que lo pienso, tantos años que fuimos a visitarla y jamás se nos ocurrió construir un sistema de poleas para que fuera más fácil sacar el agua.

Creerás que aquí terminaba la casona. Bueno, te equivocas. Después de toda la construcción salías a un inmenso patio. Cuando digo inmenso, no me quedo corto. Ahora lo entenderás. Imagínate que sales del cuarto del pozo y lo primero que ves a tu izquierda es un gran manzano rodeado por una valla, considera que ese espacio tenía más o menos una medida de cinco por cinco metros. A la derecha verás un gallinero (tal como en las películas o dibujos animados), construido con palos y malla. En su interior muchas <<repisas>> en las que se acostaban las gallinas.

Entre el manzano y el gallinero existe un pasillo (calculo de unos cinco metros de largo) y que termina en una puerta de madera, que abres y entras a otro mundo. Ya lo verás con tus propios ojos, por ahora debes imaginártelo. Este otro mundo es un gran patio lleno de árboles frutales. Manzanos, naranjos, perales, duraznos y tal vez se me quede en el tintero algún tipo de árbol que ahora no recuerdo. Por alrededor se usaba como separación de los terrenos aledaños zarza mora, por lo que comprenderás que más encima teníamos mora a destajo y obviamente mi abuela nos mandaba a recogerla en baldes para usarla luego y hacer mermelada.

Supongo que estás pensando que era como un pequeño paraíso. Bueno, así es. En este espacio fue donde pasé muchos veranos durante mi infancia, donde con mis primos lo pasábamos genial jugando, comiendo fruta, he inventando un sinfín de tonteras para divertirnos. Todo fue genial hasta aquel verano del año 1987...

J. A. Fernández - Derechos Reservados / jorge.fernandez.a@outlook.es / @j.a.fernandez.escritor
Creado con Webnode Cookies
¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar